El Árbol del Cuervo
Porque las ideas nacen de las ramas y se mantienen con las raices...
domingo, 2 de febrero de 2014
Un globo demasiado ligero cargando mi cuerpo pesado
Érase un hombre, sentado en una banca, mirando el cielo pasar lento, sin fijarse especialmente en algo, solo mirando el cielo y sonriendo. Movía su cabeza de lado a lado; violentamente a momentos y luego calmaba el bamboleo en armonía perfecta con la música que sonaba en su cabeza. Pausaba en ciertos instantes para luego dejar a su cuello cambiar de lado. Abría la boca como si fuese a gritar, pero ahogaba todo sonido en unas palabras que solo se manifestaban en sus labios. Un blues tan perfecto no podía ser mancillado con su voz, así que se conformaba con recitar cada una de las estrofas mentalmente. Sacó un cigarrillo del bolsillo de la chaqueta y lo encendió tardiamente, distraido por un momento por el ritmo potente de la canción. Dos bocanadas y el humo flotó a su alrededor, tomando la forma de un hongo de extrema ligereza. Cerró los ojos por un instante y se sintió arrastrado por un balón ovalado que volaba por el cielo. Cadenas lo ataban, firmes, mientras la tierra y las rocas rompían su ropa. Aquella nave lo movió por horas, aunque tras un rato flotó un poco más hacia lo alto y lo llevo de manera suave en su recorrido; no sintió nada más que una leve brisa en el rostro y, cuando pasaban por esta, hierba alta rozándole las costillas.
De las siete a las once todas las noches, trabajaba en un bar, repartiendo cervezas y sacando borrachos; Una buena forma de ganarse unos pesos, sin pensar demasiado y sin fastidiarse la existencia recibiendo regaños. Eso era todo lo que debía hacer, llevar y traer botellas, estar al lado cuando hubiese algún problema, y limpiar el vómito de vez en cuando. Ganaba bien para ser solo un estudiante que trabajaba cuatro horas, sin responsabilidades y sin gastos. Su único gasto era para mantener vivo su amor. La conoció después de graduarse, en medio de fiestas y alcohol, la vio varias veces de lejos pero no se atrevió a acercarse nunca, miedoso. Pero no fue necesaria la valentía de ir por ella, porque llegó sola, acompañada de unos amigos que le decían 'pásela chévere'. Desde ahí, nunca se separó de ella por mucho tiempo. Al principio solo se encontraron de vez en cuando, nunca solos, siempre había alguien ahí que los acompañaba para no dejar un silencio incómodo que se prolongara hasta que durmieran. Luego, pasados los meses, su relación fue cada vez más íntima reuniéndose en su casa para pasar noches en vela viendo alguna película hilarante y sin sentido. Desde esos tiempos, ya de años, no se habían separado nunca.
Refregó sus ojos con el dorso de la mano y los abrió con somnolencia. En un paisaje nocturno lo había dejado el globo y sus cadenas; lejos de la banca en el parque donde estaba escuchando música, ahora no sabía donde estaba específicamente. No reconocía ninguna de las referencias que pudiesen haber alrededor y estaba demasiado oscuro -añadiendo la baja visión que tenía- para leer direcciones. "Meh", se sentó en el borde de un andén y sacó otro cigarro, colocándose los audífonos que se habían caido hace muchos minutos y que dejaban salir un leve "Todos tratan de decirme que no eres buena para mí" en un inglés lento y calmo. La misma canción se repitió hasta ese momento, y lo seguiría haciendo hasta el final.
Sin nada más que hacer, se concentró en observar un árbol en la acera opuesta; Tan quieto y solitario como él mismo en esos momentos. Se volvió a dejar llevar por las sensaciones -un vientecito en la oreja, frío en los huesos, vacío en el estómago, soledad en el pecho. Se río y, mientras lo hacía, vio nuevamente el globo con forma ovalada acercarse, lanzar sus ataduras y arrastrarlo nuevamente, sin decirle qué rumbo tomaba ni por cuánto tiempo. Lo alzó por sobre los árboles, aquel dirigible, tan grande y sorprendente que no se podía saber cómo volaba tan gracilmente.
Pero el amor cuando es tan apasionado y constante lleva a la costumbre de tenerlo siempre; por eso ocurren los deslices, la traición. Su relación tampoco sería la excepción, pues entraron otras en su vida, que se fueron tan rápido como llegaron pero que le dejaron las experiencias más extrañas e inolvidables... Aún así, para él era solo una, que nunca dejaría y que lo tenía prendado como un botón de camisa; a veces se caía, pero ella lo volvía a tomar con cariño y lo cosía nuevamente en su lugar. Aún así, con la compañía eterna de su amada, la sensación de tristeza lo acompañaba también desde hace un tiempo. Tal como la canción, le habían dicho que no le hacía bien, trató de dejarla, pero no podía. Al final, decidió evitar tantas quejas y se alejó de todos. Se fue de la ciudad y ahora vivía el día a día, sin sentir la necesidad de saber de nadie más.
Zeppelin, el Zeppelin, lo llevaba amarrado tan fuerte que se sentía seguro. Era un prisionero que se sentía mejor así que si estuviera libre. En lo alto del edificio, sintió un viento más fuerte que el usual. Era un ventarrón que incluso le impedía escuchar música, trató de subirle el volumen, pero vio cómo caía su Mp3 con los audífonos siguiéndolo como la cola de un cometa musical. Zeppelin, el Zeppelin comenzó a desvanecerse y las cadenas desaparecieron tan rápido, instantáneas; y se sintió caer, porque el globo ya había pasado las nubes y se dirigía al espacio. Caía y caía.
jueves, 30 de enero de 2014
Ustedes no entienden
No lo entenderían. No es algo que se pueda siquiera comprender por ustedes los que no salieron de sus casas, los que se quedaron recostados en sofás mientras nosotros saliamos con un rifle al hombro y un casco en la cabeza; Aumentaron los impuestos y la comida se hizo escasa, pero eso no era nada comparado con nosotros que no tendriamos ya la necesidad del dinero porque moriríamos y nuestra única comida sería atún con galletas porque no había pa' más; ustedes no iban a perder nada porque no estaban arriesgando nada; todo lo que hicieron fue seguir con sus vidas normales mientras gritaban muy duro para que los demás los escucharan ‹mis hijos son los héroes de la patria›; bonita forma de sentirse mejor que los demás con un orgullo pendejo y sin saber de verdad si seríamos útiles en una guerra que ya estaba decidida desde antes que comenzara; lo chistoso de todo es saber que les siguió tocando pagar cada vez más mientras que a nosotros eso de los impuestos nos lo perdonan por ser veteranos de guerra; pero a ustedes qué les va a importar, si lo que perdieron, y están perdiendo, es solo dinero que van a recuperar tarde o temprano y que no les va a servir para nada porque las cosas se van a poner escasas, porque ya no habrá nada más de lo necesario para que gasten; já, eso es por lo que lucharon los héroes de la patria; ustedes no saben por lo que los héroes pasaron y aún hoy pasan, porque la guerra no es solo de los días que dure y se acabó, todos felices para su casa a comer más atún con galletas porque el resto de la comida sabe tan diferente que dan arcadas, la guerra sigue viva en todos los que estuvieron frente al enemigo con cara de pánico, azules, esperando recibir un balazo sin poder hacer nada para evitarlo; ustedes creen que se acaba pero para nosotros sigue volando como un fantasma o una voz en la cabeza que nos hace recordar en cualquier momento que los enemigos no son solo de otro país sino que están dentro de este, pero que, a diferencia de los extranjeros, no podemos darles con la culata y luego de un tiro dejarlos en tierra, porque los que están adentro son los mismos que nos mandaron contra extranjeros solo para mantenernos ocupados a nosotros y a nuestros padres mientras ellos hacían realidad sus planes de malvado de película; con la guerra en la cabeza nos hacen volver a casa, donde nos espera comida caliente y una cama cómoda, el amor de mamá y papá y hasta de la familia que pudimos haber abandonado, pero ya estamos acostumbrados a despertarnos con la mínima cosa, a desconfiar de todos porque no se sabe quién le puede robar lo que le mandan cada mes al batallón, acostumbrados a levantarse temprano a prepararse, hacer ejercicio y luego a practicar con el fusil, y ahora que ya no hay motivo para eso, levantarse temprano, hacer ejercicio y mirar el cielo sin nada más que hacer, porque hasta nos hicieron perder las ganas de hacer algo más; nos pagan, ahora que se acabó la guerra, por no hacer nada, ‹Pues la buena vida› dicen los que se quedaron y creyeron que fuera de combate harían más por la situación que allá, cuando al final de cuentas lo único que hicieron fue protestar desde la comodidad de sus casas; pero no les puedo reprochar, los envidio, porque fueron afortunados y no están ahora como yo, con una cobija alrededor todo el tiempo, todo el tiempo que está ese temblor de represión de las emociones, todo el tiempo con la sensación que alguien habla en la cabeza y le dice qué hacer, como las órdenes de un superior que no se callan hasta que las obedezca; pero lo que me gritan es algo que no puedo hacer fuera de la guerra, y eso nos lo dejaron claro cuando nos devolvían a casa, tendríamos que esperar otra guerra para que pudiésemos matar, correr, gritar, dejar salir toda esa frustración que tendríamos, porque ya sabían que pasaría, pero que mientras fuéramos civiles nos tendríamos que controlar, tendríamos que actuar normalmente, tendriamos que saber que no podíamos dejar que nos controlara; es cosa de locos, pero unos locos que tienen que aparentar que no están locos, y si se vuelven locos a la vista de los demás, desaparecen de la cotidianeidad, porque se volvió defectuoso y ya no sirve para el futuro; todo eso porque nos enseñaban que el enemigo era uno solo y debiamos concentrarnos en cómo matarlo, nos enseñaban amor a la patria, nos enseñaban el futuro que no veriamos pero nuestros hijos y nietos sí, nos enseñaban todas las razones por las que la guerra estaba en vigor, nos enseñaban a odiar, a odiar con todas nuestras fuerzas, y, ahora que se acabó todo, nos dejan con el odio dentro, cultivándolo como una bomba mental que solo tiene una vía de escape, estar en el mismo sitio donde fue implantada; por eso, cuando acabó esa guerra, esa guerra de dos días, ‹Quedarán como soldados de reserva para un próximo conflicto› dijeron eso, claro, dentro de unos meses veremos cómo se anuncia un nuevo conflicto y todos estaremos allá, primeros en la fila para presentarnos, como un ejército siempre con nuevos reclutas pero con veteranos cargados de furia y odio; ustedes, que se quedaron en casa, no sabrán nunca las ganas de ver sangre y matar que tenemos nosotros, ustedes no entienden que nuestro logro no fue estar en esa mierda de guerra sino estar acá, entre la gente normal, con las ganas de quebrarles el cuello, patear sus cadáveres y bailar, gritando, mientras me baño las manos y la cara en esta sangre tan brillante, tan hermosa, perfumada, deliciosa, esta sangre tan ansiada.
domingo, 19 de enero de 2014
¿Y usted qué?
Yo, en todo mi poder como protagonista de este cuento, lo declaro desde ya como una mierda. Dejémonos de maricadas. Sobre qué va a escribir, ¿mi vida? ¿Mi muerte? ¿va a inventarse toda mi existencia en una muestra fabulosa de su manejo del lenguaje? ¿va a presenciar mi nacimiento describiendo detalladamente cada paso en la producción tabacalera? De pronto escribe sobre cómo me fumaron. ¿Alguien famoso? ¿un don nadie? Nah, qué va a escribir sobre un don nadie si eso no vende. Escriba algo sobre lo que le pueda dar plata. Pero, ya creyó que se va a hacer famoso usándome. Pobre marica, solo a usted se le ocurre personificar a un cigarrillo. Yo he leido lo que escribe; es más, he estado mientras lo hace. Yo se mejor que nadie cómo es que se aspira, digo, se inspira para escribir las historias mediocres que considera arte. Ah, ya, depronto escribe un retrato de la sociedad moderna usándome como metáfora; eso no estaría tan mal, hasta depronto. ¿Sabe? yo me voy a acabar, es más ya lo estoy haciendo. Pero yo sé todo lo que ha hecho desde que dio su primera bocanada y desde cada vez que me tiene entre sus dedos. Usted me ve diferente, me siente otro, hasta le sepo distinto al anterior. Déjeme que le diga, acá entre nos, que yo soy el mismo; digamos que renazco. Soy un indio que prefiere morir quemado pero con orgullo, a veces soy un caballo, soy rojo, o soy blanco, soy de menta o hasta le puedo saber a mierda, pero siempre soy yo. Ole, no se vaya a aprovechar y a escribir esto que le digo; ya se lo advertí, y soldado advertido... Vea, ya sé, le voy a decir qué contar: diga que los cigarrillos son un ejército y va contando cómo los arman, los distribuyen, los compran, los sacan y se los fuman, y ellos piensan que están en un acto heróico. Que va, si está buenísima la idea. A usted que no le gusta ni puta mierda, vaya y mátese entonces. Bueno, pero y entonces, qué le va a entregar a esa gente; ¿Bolitas? Mire, ¿quiere acabar con un buen cuento? Hable sobre la soledad y cómo un cigarrillo lo acompañaba en su tristeza mientras escribía poemas a la luna y a las estrellas; Eso siempre funciona. Agh, y ahora qué, porque me mira así. Lávese las manos por lo menos, se habrá cogido hasta el culo y tocándome. No me de vueltas hijueputa que me vomito. Ole. Ole. Ole. Quieto con ese marcador, no me raye. No me ponga eso en la cara, sabe que no me enrabono y le parto la jeta. ¡Oiga pirobo, esa mierda está caliente!; ¡lléveme a urgencias que me quemo! ¡Se va a morir, se va a morir, se lo juro!
-Ush, parce, a lo bien, usted está muy llevado pa' ponerse a hablar con un cigarrillo.
-Ah, pero quedó bien escrito, ¿no?
-"El rey de la nacho"... y eso qué es
-Ese soy yo, desde ahora.
jueves, 12 de diciembre de 2013
Los guaches no sobreviven
En cada ciudad, incluso en esta sin nombre, perdida en medio de las montañas, la paz y la armonía eran mantenidas por el héroe local; un ser, humano o no, con habilidades que nadie más tiene en el lugar y que lo hace único e irrepetible entre sus paisanos.
Esta ciudad, envuelta entre nubes grises, bañada por una intermintente lluvia, mezclada con el polvo, la tierra y el mugre del ambiente, sufría todo el tiempo, desde su fundación, el problema de tener todo el tiempo la ropa sucia.
El héroe de la ciudad, un tipo alto, musculoso, con un traje verdoso, ceñido al cuerpo, pero siempre sucio, tenía el poder de ser insensible al dolor y, además, poseía una fuerza capaz de levantar una casa hecha de ladrillos sin respirar y sin sudar. Allí, en esa ciudad sucia y húmeda, nació el héroe destinado por las estrellas a la gloria, la fama, la admiración, la buena vida, a luchar contra el enemigo mayor, morir, renacer por la fuerza de su voluntad, vencer y acabar en un beso apasionado con la mujer bella y perfecta de la ciudad. Créditos finales y una música de orquesta.
Trabajaba de siete a cinco, de lunes a jueves, dejando las mercancias que llegaban semanalmente a la ciudad para ser vendidas en el mercado. Los viernes y sábados, araba los campos de papas y zanahorias, propiedad de su padrino político, a las afueras de la ciudad. Los domingos, paseaba solo por la calle, mirando con anhelo las finas tortas y helados que vendían en la calle central. Llegaba a su pieza por la tarde, pasado el almuerzo, se quitaba el traje y se acostaba en el colchón mientras el sonido de las lavadoras del edificio ronroneaban hasta hacerlo dormir. Sus veintisiete años, la mitad de ellos los había pasado formándose como un héroe justo y valiente, habían llegado lentos y mortificantes; veintisiete años sufriendo diariamente con el enemigo eterno, atacante de todo lo puro y representación más tangible de la maldad: el mugre. Quién se iba a imaginar que en la única, o quizá no, ciudad a la que no llegaban los dinosaurios gigantes mutantes, los robots alienígenas, los científicos locos o los homicidas despiadados, quién diría, quién diría, que nacería un héroe con el poder para detenerlos pero sin la necesidad de ello. Desde una perspectiva así, él ya había perdido la batalla decisiva de su historia.
El tren sonó con su típico pitido, y de él bajaron miles de cientos de personas, buscando unas sus maletas, otras buscando a quien las recogería, otras yendo decidídas a la salida para luego tomar un taxi. Luego de un rato, ya la estación vacía solo contenía dentro a un grupo de gente disperso y distante; uno de ellos, traje roto y desecho, sonrisa en el rostro, cabello hacia atrás, bigote largo y delgado...avanzó, midiendo cada uno de sus pasos, y, antes de salir hacia la lluvia de la calle, con un aplauso y un meneo de la cabeza, sacó el mugre, secó y planchó la ropa, todavía puesta, del guarda de la estación.
Todos se congregaron alrededor de aquel puesto, de letrero grande y vistoso que colocó el extraño bigotudo: ‹La maravilla del sabio de Macedonia, el último de los judíos de Amsterdam, el más fabuloso de los nasciancenos: Martín Guaché›. Con un espectáculo digno de un circo, Martín bailaba aplaudiendo y meneando la cabeza frente a jovencitas de bellos pechos, ancianos con trajes elegantes y oficiales de la ley, aunque a veces incluía a uno que otro individuo de la prole. Cada vez que aplaudía y zarandeaba su cabeza, la suciedad, el agua y las arrugas desaparecían de la ropa de la gente. Por fin, después de mucho tiempo, dinero gastados en buscar la forma de mantenerse presentables a cada instante, los habitantes de aquella ciudad lloraban al ver en tal estado de pulcritud a los que le daban una moneda de mil, o un billete de dos mil dependiendo del tiempo que quisieran que durara el efecto, al extraño danzarín de la limpieza. Había llegado el héroe que esta ciudad tanto, tanto, había necesitado.
Pasaron los días, las semanas y los meses, y lo que antes fue un evento callejero, ahora era un pequeño local, donde por un pago semanal (o diario si solo eso se podía) podían mantener sus ropas limpias y ordenadas mientras andaban por el clima pesado de la ciudad. Poco a poco, lo que antes fue algo que sufrían todos por igual y que los hacía iguales ante los ojos del ambiente, ahora era algo que solo debían soportar los que no pudieran, o no quisieran, porque siempre hay un viejo desadaptado al que no le gusta el cambio, pagar el 'impuesto a la limpieza', como ya habían apodado al pago por los servicios de Martín Guaché.
Antes, estar sucios y desarreglados, por más que las madres se esforzaran por limpiar a sus hijos, era lo normal, casi que una regla inquebrantable. Ahora, una oleada de discriminación social invadió la mente de los ciudadanos y aquel que no estuviera limpio era considerado como lo más bajo de la sociedad moderna, civilizada, culta, intelectual y, por sobre todo, higiénica y pulcra. Llegó a tal punto todo eso que se comenzó a impedir la entrada a ciertos lugares cuando el estado de la ropa no era el mejor y el más limpio.
Eran felices, eso se debe decir, los que tenían dinero para pagarle a Martín Guaché. Pero el descontento iba creciendo, y ahora el único problema de los pobres no era lidiar con el mugre, sino lidiar con los que los rechazaban por andar sucios, porque les pagaran menos que a los limpios, porque no tenían dinero para estar limpios, porque ya no les vendían alimentos a los sucios y un juego a nivel de ciudad entre limpios y sucios. Entre toda esta situación, que llegó de imprevisto y para la que nadie estaría preparado, no había quién hiciera algo para remediar esto, pues los que podían hacerlo eran lo que estaban limpios y ellos no se iban a preocupar por lo que le pasara a alguien sucio y mugriento. Nadie. Nadie. Nadie.
-Yo sí.
Ah, verdad, perdónenme ustedes, olvidaba que había un alguien, vestido en un traje verde y sucio, que podía remediar tal situación. Se había preparado toda la vida para ese momento. Por fin, llegaba un enemigo al que combatir, que era tangible, que era capaz de derrotar, que existía, que no era mugre. El héroe, el primero, levantó la cabeza de su colchón y se levantó, con una expresión decidida, lo había soñado como en una revelación divina, esta era su oportunidad de ganarse lo que merecía. Se colocó su traje, se calzó unas botas y salió atravezando la pared de su cuarto que daba hacia la calle. Caminó con pasos firmes, intrépido, mientras la gente lo miraba, extrados. Después de unos cuantos minutos, quizá una hora, llegó al edificio enorme que había construido al tiempo de llegar, Martín Guaché. Entró, a la fuerza, pues para entrar a ese edificio se debía estar limpio, aunque allí fuese donde se debía ir a pagar el impuesto a la limpieza. Pasó sobre un par de guardas de seguridad, que dispararon al cuerpo del gigante sin hacerle, al parecer, nada. Subió los veinte pisos, dejando en cada uno de ellos un rastro de destrucción incomparable, hasta llegar al último de ellos.
-Límpieme esta, Guache.
-¡¡Ayuda!!
Los restos y la sangre estaban esparcidos por las paredes y la alfombra, la silla giratoria de cuero donde minutos antes había estado sentado el Señor Martín Guaché ahora era una pila de basura sin forma. Nuestro héroe de verde había destruido el gran ventanal que tenía la oficina del otro y gritaba a pleno pulmón su proclama de libertad y el acto que acababa de efectuar, había librado a la ciudad del peor mal que la había azotado.
Sirenas.
-¡Jonatan Sanchez, quédese donde está. Está arrestado por el asesinato de Martín Guaché!
Un grupo de policías le apuntaban con sus armas mientras él los miraba entre aterrado y confuso. Decidió colaborar con la justicia e ir sin colocar problemas. Igual, todo debía ser un malentendido.
Desde la cárcel, Jonatan miraba el desfile televisado en honor a Martín Guaché, héroe de la ciudad. La ciudad había mandado construir una estatua en bronce para la plaza principal. La comunidad católica lo beatifico y uno de los días del mes de mayo estaría bajo su cuidado desde el cielo. Se le colocaron todos los títulos y condecoraciones que pudieron inventar y, para colmar todo, doscientoveinte niños, y algunas niñas también, fueron registrados y bautizados bajo el nombre de Martín Guaché.
domingo, 8 de diciembre de 2013
Segor
Das...das...das...Camina. Das...das...das...Camina.
El polvo tiembla ante cada paso, lento, lento. Camina. Un camino largo y un calor exagerado, un calor de un sol cubierto por nubes densas que no permiten el paso de la luz. Camina. Ruge a lo lejos la máquina potente, a la espera, siempre a la espera, del motivo de su nacimiento. No camina. Camina. La tenue capa de aire oscura inhibe la visibilidad, dejando a tientas a quien anda por sus terrenos. Camina. No se oye más que el constante burrún burrún, hostigado por la antigüedad, la condición más normal en la nueva era, y la única posible; se escucha, además, el insesante viento recogedor de tierra. Vuela. La sombra que está debajo se mueve irregular mientras avanza hacia el lugar ordenado. Jadea. Tres meses que son segundos frente a los que siguen. Arriba. Su~, agarra su sombrero y cubre su cara con la capa, la tierra vuela, peligro. Gira. El camino va de horizonte a horizonte, siempre recto, siempre igual. Camina. La máquina quieta, en su lugar, pero siempre constante, temblando hasta su muerte. Tiembla. La noche solo se conoce por su temperatura, la luz sigue igual, el viento sigue igual, todos siguen igual. Camina. Mira. Quieto. Las nubes se abren, el viento cesa. Camina. Camina. Camina camina camina camina camina camina camina camina camina. Un zumbido se escucha, fuerte, penetrante, tenebroso. Camina. Nada peor. Devolverse o continuar, ambas igual de calamitosas. Gira. El camino es largo, pero se acerca a casa. Avanza. Acomoda su equipaje bajo el cuero que lo cubre y lo afirma contra su cuerpo. Camina. No hay precio para lo que carga, su única utilidad es mantener lo que siempre ha sido igual, se rige absoluto por un orden preciso en las acciones, no se atreven a cambiar. Camina. El zumbido vuelve, no hay mucho por hacer; está en medio de la nada, está en medio del continuo movimiento estático que es la realidad. Se deteniene. Extraño es ver caminar por el campo la voluntad del vivo; ya no hay nada que respire. Avanza. El zumbido se hace más fuerte y se combina con la constante vibración de la máquina lejana; lejana, olvidada, inmortal. Camina. El viento vuelve a revolotear, llevándose todo lo que no tiene firmeza y es volátil. Suspira. Detenerse no es más una opción, es resignarse, es tener la decisión de no seguir. Camina. Lejos, lejos, lejos, poco a poco se ve una silueta deformada por el tiempo, silueta inmóvil que declara que allí está, que siempre estará; su lugar, su historia. Jadea. El agujero en el cielo no deja a la luz encontrar un camino, está bloqueado por el cúmulo de motivos del mundo. Agarra. Sus manos están temblorosas, en un irregular movimiento contra su propia razón, no hay forma de controlarlas, móviles y salvajes. Cae. Ahora, sus piernas, el impulso de un futuro previsto. Tiembla. Su cuerpo no responde; los sentidos, lo único que funciona. Levantarse. Esfuerzo es lo único que se puede tener en lo hostil del campo abierto. Jadea. Ruido feroz viene desde el cielo, ya todo está explicado, no es sobrenatural, es solo el destino. Se detiene. Apoyado con sus manos, alza la mirada y recorre los grumos celestes en busca de un apoyo. Recostado. Poco a poco se van viendo las profecías modernas y solo resta pensar el final y preguntarse sobre lo siguiente. Mira. Gira su cuerpo, con el pecho hacia las alturas y toma con fuerza su paquete. Abraza. No iba a suceder nada; el cambio no venía con él, el cambio venía desde algo más fuerte, más poderoso, más grande, más siniestro; el cambio viene del cielo. Jadea. Abre su contenido y las hojas pardas llenas de garabatos para el ignorante mensajero comienzan a moverse al ritmo de un viento que le grita qué hacer. Levantarse, caminar, huir. Tiene en cuenta su vida, no hay más allá que su ciudad, silenciosa y eterna. Parpadea. Por una acción todo se acaba; se siente culpable por no ver todo con resignación y por desentenderse de la realidad. Llora. Abre los ojos y mira cómo la luz se ha vuelto más fuerte, más potente, al igual que la enorme estrella que la produce. Se levanta. La perdición está a la vista de todos sus compatriotas; nadie lo recriminará pues nadie sabrá de él ni de su final. Camina. Su camino ya no es el mismo, las montañas se ven adelante y poco a poco la luz vuelve a su habitual espectro. Corre. Su cuerpo vuelve a funcionar en plenitud y no hay qué lo detenga; quiere girar y ver la culminación de un pueblo, su máximo logro. Huye. El polvo viene por su espalda llevado por la furiosa corriente de aire que produce un objeto al caer contra el suelo. Escucha. El sonido no tardó, ensordeciendolo, dejándolo en un silencio diferente, una saturación de sí mismo. Gira. Fuego, rocas y polvo. Avanza. Adelante dirán lo sucedido, pero no estará para escucharlo, su final está en medio de ese campo de tierra eterna. Avanza. Las montañas se mantienen quietas, inmóviles, para siempre en el mismo lugar, pero que a cada paso se alejan a mayor distancia. Gira. Al final, su lugar no estaba muy lejos. Duda. Ya no hay nada, fue la decisión correcta, morir como cobarde nadie podría decírselo, pues nadie se acordará de él. Cae. La máquina se escucha a lo lejos, impasible a lo que sucede a su alrededor. Pestañea. Cierra sus ojos y se dedica a escuchar el sonido sinfín que extendió la hora de su muerte. Esculca. Deja volar los papeles de su bolsa y los oye volar en un aleteo inquieto; un fuego enorme se acerca y los carboniza en segundos. Duerme.
viernes, 9 de agosto de 2013
La fuente y mi Tía
El parque de la fuente, la única zona verde del sector, ubicado sobre la Calle Doce y saltando de cuadra en cuadra, siendo, más bien, un grupo de parquecitos con un parque central que le da el nombre. En ese parque, como ya lo esperarán, hay una fuente. No tiene agua, porque se volvió algo insalubre debido a los repetidos baños de los indigentes y la acumulación de basuras; también está llena de rayones de pintura, denominado arte callejero, que le da un toque con aires de realismo mágico pero sin la magia y mostrando una realidad demasiado específica, que a nadie más que al que escribe le importa. Pero esta fuente no es una fuente cualquiera, concede deseos. Sisisisisí, es en serio, y no tiene porque irse porque lo que les cuento es la verdad porque me pasó. Bueno, historias de fuentes que conceden deseos hay miles y deben existir desde que existen las mismas fuentes o pozos.
Iba yo caminando por la acera del dichoso parque, dejando volar, en contra de mi voluntad, mi imaginación. Pensaba entonces cómo una moto podría arrancarme la cabeza y dejarla pintada en la pared, como si fuera otro grafitti, a causa de un perro sin correa que atravezara la calle cuando un conductor estuviera regañando a su hijo en el asiento trasero del carro, dejando de ver al frente por un instante. Cuando se diera cuenta del perro, frenaría súbitamente y esquivaría al can, girando la trompa del Renault noventa grados a la izquierda y chocando con un bus de transporte público. Segundos después del impacto y debido a la física, una señora de tamaño mayor del promedio saldría arrastrada por la inercia de ella, volando por todo el bus y atravezando el cristal que no había logrado pasar el mantenimiento, pero con unos cuantos billetes ya lo lograba. Pasó entonces la señora y estrelló a un motociclista que esquivaba de milagro el choque. Al tipo se lo llevó con ella la vieja pero la moto chocó con el Renault y saltó por sobre él en una voltereta mortal hacia adelante. Cuando cae en el suelo, rebotaría para volver a saltar con la fuerza suficiente para recorrer toda la distancia que separa al accidente de mi cabeza. Nada me salvaría porque no me habría dado cuenta que todo eso pasó por estar pensando en que eso podría pasar, pero dada la improbabilidad, no giraría mi cabeza ni en un millón de años.
Giré mi cabeza...y no había nada. Ese es uno de los problemas de ser un paranóico, el no poder dormir bien. Pero como iba diciendo, camina por el parque cuando sonó mi celular. Como alguien que no duerme bien comienza a tener ciertas manías, yo no podía caminar, hablar por celular, pensar en cómo la antena del teléfono atraería una corriente de aire con nubes y un rayo me mataría de repente y comer chicle, me senté en el borde de la fuente, cercana para mi conviencia. Terminó mi llamada, boté el chicle, encendí un Pielroja con un fósforo, arrojé el fósforo a la fuente y me quedé un rato ahí. En ese momento, por un breve lapso de tiempo, mi mente dejó de pensar en las infinitas maneras de morir, que bien pondrían en ridículo a un buen estadista igual de imaginativo, y el deseo de que una de esas situaciones dejara mi mente y pasara en la realidad rondó por uno o dos minutos. Me acabé el cigarro y me dirigía la estación donde esperaba el bus.
Me faltaban cincuenta pesos. ¿Alguno sabe qué es que a uno le falten cincuenta pesos para el bus, que no lo llevan a uno así le falte esa monedita; tener que irse a pie hasta la casa (como unas cincuenta cuadras), llegar y que le digan que se le murió a uno la tía en un accidente? Hecho estaba yo cuando me dijeron que la cuchita (que era toda buena persona, porque me compraba mis píldoras) la había cogido una antena de televisión satelital cerca de la Doce. La antena le cayó encima de la cabeza, matándola sin sufrir, decían en la casa. Nadie había ido entonces fuí yo, después de un regaño; lo que me dijeron los policías era que la antena había sido mal instalada y, como andaba floja, una cometa enredada la jaló y se cayó. ¿Cómo una pita de cometa podía ser jalada tan fuerte para botar la antena? Pues, es que no había sido solo eso. Yo tengo mi hipótesis y la comprobé a los poquitos días. Pasaba yo por el Parque de la Fuente, cuando vi que todo alrededor estaba chamuscado; eso, fue mi culpa. El fósforo debió haber encendido la basura de la fuente; por eso a uno le dicen que tengan cuidado con esas vainas, menos mal cuando llegaron los bomberos apagaron esa vaina. Bueno, en ese momento que pasaba, escuché a un indigente diciéndole a otro "Me robé ese estintor pero pailaas voyme caigo y se va esa mierda roando y le da aun man en cicla". Que coincidencia.
Más abajo, un grupo de mamás, amas de casa, escuchaba como una con el cabello café y un delantal rojo relataba que por ir a salvar al niño que lo atropelló una bicicleta la olla express se recalentó por dejarla al fuego mucho tiempo. Cuando volvió, un hueco 'bien grandecito' estaba en el techo. "Dizque rompió hasta la teja".
El grupo se disolvió al rato cuando vieron que las escuchaba. Seguí a la que hablaba sin que lo notara; cuando llegué a la fachada del apartamento, estaban haciendo reparaciones en el cableado eléctrico. Una teja, de aquellas que son una lata metálica ("de zín", decía mi abuelo) resbaló y cortó el cable, que andaba débil por falta de mantenimiento. Bonita cadena de eventos. Para rematar eso, se había enredado con un árbolito que crecía cerca, "bañado en agua bendita, porque no se incendió". Aún así, era agosto. Bueno, y ¿qué tiene que fuera agosto?, pues que en agosto ventéa más; cuando ventéa los niños sacan la cometa tipo "chulo" y tratan de volarla. Pues bueno, como los parques que forman el conjunto de zonas verdes del Parque "La Fuente" tenía buen espacio, ahí vuelan cometas. Uno de estos papalotes de tela se enredó con el árbol un poco antes que el cable. Tras muchos intentos infructuosos, la cometa terminó enredándose en la antena antes mencionada. El cable de electricidad se enredó, tensando el tronco del árbol para un lado; el viento sopló y movió el árbol aún más fuerte; el hilo de la cometa jaló la antena y mi tía murió sin dejarme para las pastas del otro mes.
Qué demalas mi tía, pero no solo dije que había sido mi culpa por el fósforo y a esto va la historia de la fuente, por eso digo que es una hipótesis, al menos desde esta parte. Cuando fuí a coger el bus, me faltaban cincuenta pesos. Antes, había estado hablando por celular en el borde de la fuente. Momentos después fumé, y para ello saqué mi paquete de cigarrillos, momento en el cual, por bolsillos anchos y holgados, mi moneda de cincuenta pesos cayó en la fuente sin agua. Por mi mente pasó el deseo, de que mis fantasías mataran. Ay, esa fuente sí es mágica.
viernes, 2 de agosto de 2013
Oro para los pobres (ancianos)
- ¡Dios mío, Por qué rompen el piso!
-Vamos a encontrar oro, mija.
Aquel que tenía una pica era uno de los ancianos del centro de reposo "La Colina", acompañado de dos de sus amistades. La muchacha que estaba mirándolos con cara aterrada era la cuidadora del grupo ocho, Lucero; una joven amable con los viejitos y bastante querida por ellos, ya había estado con el grupo unos cuantos años y la trataban como una nieta un poco inquieta que les daba medicina, comida y entretenimiento.
'La Colina' -centro asistencial para adultos de la tercera edad-, era uno de esos lugares donde ancianos con una cantidad de dinero decente pero sin mucho que hacer eran internados por sus familias, cansados de tenerlos rondando como muertos vivientes (o próximos muertos) en sus casas. En La Colina, les suministraban la atención necesaria para que subsistieran cómodamente, dependiendo de la suma pagada por los hijos, nietos, sobrinos o esposas, donde les daban tres veces por día alimento principal y dos veces por día algún refrigerio. Tampoco faltaban los juegos de mesa, la televisión con cable, bebidas sin alcohol, la medicina que cada quien necesitara y uno que otro capricho que pidieran los ancianos, en la medida de lo posible.
Aún con todo eso, la vida a esa edad pocas veces puede llenarse completamente por lo que usualmente repetían sus acciones con una rutinaria disciplina. Menos el grupo que ahora se disponía a romper el suelo del salón principal con el propósito de encontrar un tesoro indígena o pirata o militar o del dueño fundador de La Colina, muerto hace ya sesenta años.
Lucero, o Lucy para algunos, en su propia incapacidad frente a tal situación, dudaba entre llamar al gerente o detener al trío sonriente que rompía unas baldosas bastante finas y que databan del siglo pasado. Otro grupo de ancianos, acostumbrados ya a las bobadas que hacían frecuentemente esos tres, colocó sillas plegables cerca para oir bien el regaño que les darían cuando semejante cosa fuera reportada. De todas maneras, no había mucho que el gerente pudiera hacer más que regañarlos, mandar un recibo a los respectivos responsables y olvidarse de eso.
El grupo ocho, aparte de tener a esos tres viejecitos, tenía a otros tres dentro de su círculo, pero ellos estaban fuera del centro por motivos varios. El trío faltante a veces participaba de las aventuras de los cazatesoros, algunas veces no. Lucero, ya dicho antes, cuidaba de este grupo desde su entrada a La Colina, con los grupos ya conformados desde antes. Costábale un poco adaptarse e incluso no tuvo permitida la entrada a las habitaciones hasta pasados unos meses, tras el trabajo arduo de la joven. En los años que venían corriendo, había sido testigo de acciones más extrañas por parte de ese grupo, desde la intención de formar una logia intelectual hasta el tomar el centro como fortaleza para combatir a los turcos que venían de oriente; en algunas ocasiones fue incluida en el imaginario protagonista de los ancianos y resultaba sosteniendo un periódico enrollado finamente a manera de lanza, destruyendo troles y goblins, ante la mirada sorprendida de los otros ancianos, la mirada acusativa de su jefe y la mirada desaprovante de sus colegas. Lo cierto, antes que cualquier juzgamiento, es que ella la pasaba bien con aquel grupo de ancianos seniles desde cierta mirada, pero vivos y jóvenes desde la de ella.
Absorta en el piqueteo continuo seguido por otro desde diferente ángulo, se quedó pensativa en la razón de aquellos viejitos para hacer tales cosas. Si no era por aburrimiento, lo cual no sería extraño, ¿habría alguna razón más para tal actividad? Dudó en preguntar, quedándose con la palabra en la boca cuando se decidió a hacerlo, pues el grupo se dispersó rápidamente cuando vieron acercarse al gerente.
-¡Oiga Lucero, no ve lo que hace el grupo a su cuidado o qué!
-S-sí señor, ya mismo se lo iba a reportar.
-Ya mismo ni que nada. Usted siempre los deja hacer lo que quiera y hasta les sigue el jueguito. ¡Dele vergüenza!
Y sí, vergüenza le daba, con la cabeza agachada mirando al suelo roto, pensaba en cómo un grupo de ancianos la pasaba mejor que ella. "Supongo que se lo ganaron después de trabajar toda la vida". El regaño seguía, cada vez más reprochante y lo único que la cuidadora podía hacer era asentir y decir "Perdón" y "Discúlpeme" reiteradamente. Llegó el momento en que la presión subió lo suficiente para que una lágrima saliera del ojo izquierda de Lucero. Alzó la cabeza involuntariamente con los ojos hacia el cielo y se escurrió la lagrimita, a lo que el gerente respondió como una súplica inconciente para que se detuviera. Así lo hizo y se fue a su oficina, a llenar más papeleo. Los tres ancianos miraban desde la ventana de uno de los pisos superiores, habiendo captado cada palabra pronunciada por el gerente del lugar. Un apretujón en las entrañas pasó al tiempo en los tres cuando Lucero abrió los ojos, aguados, y los observó languidamente para luego sonreirles y decir "No se preocupen" quedamente. Ellos no escucharon físicamente las palabras, solo vieron los labios rosados moverse, pero escucharon la voz tan claramente como si hubiera sido un susurro en sus oidos. El grupo de las sillas se contenía para no reirse en voz alta.
Lucero les llevó la comida, pero esta vez no se quedó con ellos a charlar como hacía usualmente, debía presentarse en la oficina gerencial. Esa cena fue bastante silenciosa, aun cuando los planes para seguir picando no habían caido de las mentes de los viejos.
-Pero...
-Pero nada, Lucecita va a entender.
Por la noche, hasta que fue la hora usual en que se acostaban, el piqueteo del patio no dejó que las noticias en los televisores cercanos sonaran como era deseado. Por la mañana, por la tarde, duró bastante tiempo el piqueteo constante, causando muchas molestias en los demás ancianos; el area en el que picaban los del grupo ocho no era precisamente central ni muy importante, pero era bastante usual que alguna actividad se hiciera cerca, por lo que todos los ancianos estaban cerca del lugar en algún momento del día. Eso sumado a la rutina, practicamente les impedía realizar cualquier cosa con tranquilidad. Las quejas se hicieron venir y esa noche Lucero tampoco cenó con ellos.
La propuesta de expulsar a los ancianos fue pasada multiples veces, pero eso era una situación que el dinero con el que contaban los tres, administrado por sus familias pero al fin de cuentas de ellos, era un impedimento para que fuera aceptada la solicitud. La siguiente noche tampoco vino Lucero, ni siquiera para el almuerzo. Cuando los otros tres del grupo ocho, los que estaban de vacaciones, regresaron, no encontraron a Lucero por ningún lado. Preguntaron a los tres ancianos mineros, pero no recibieron respuesta.
Lucero miraba el periódico, la sección de clasificados laborales últimamente era su favorita. Por más que quería culpar al trío de viejecitos, no podía. No quería pensar en eso. Llevaba ya dos meses sin trabajo, subsistiendo con los ahorros que tenía para la casita que quería y del dinero que le dieron al despedirla. Aún así, comiendo dos veces al día y gastando dinero solo en el periódico y en cigarrillos, el dinero se agotaba más rápido de lo que creyó. Debió mudarse a un apartamento un poco más económico e incluso eso supuso un nuevo gasto. El siguiente mes amortiguó los gastos vendiendo algunos muebles y una que otra joya. Encontrar trabajo para alguien que en su adultez solo había trabajado cuidando ancianos no era fácil.
No recibía visitas pues no conocía a muchas personas y cuando lo hacía, ya había dado la dirección de su nueva residencia, era bastante extraño. Cuando timbraron fue a la entrada, desganada, y miró por la pequeña ventanita del portón. Un repartidor de correo frente a lo que parecía ser el camión de envíos.
-Sí, buenas.
-¿La señorita Lucero Midira?
-Sí, con ella.
-Firme acá, por favor. ¡Fercho, baje el paquete! Muchas gracias.
El repartidor bajó la enorme caja con bastante esfuerzo y, aunque Lucero les ofreció jugo, se fueron. Sin poder mover la caja lejos de la entrada, fue a su habitación por un bisturí y destapó la caja envuelta en mucha cinta café. Dentro, otra caja pero de madera gruesa. Terminó de romper la caja de cartón y en la puertica del cajón de madera había una nota escrita con tinta azul, a la antigua. "Todo esto es suyo, mijita, perdónenos por hacerla hechar". Treinta kilos en monedas de oro y muchos billetes actuales.
La noticia central de ese día era la caida en los precios del carbón en cierta zona de la costa, la siguiente página acababa con la información y abajo, en la esquina izquierda, como una pequeña columna que no ocupaba mucho espacio: "Tres ancianos se suicidan en el centro de reposo La Colina. Sus cuerpos fueron encontrados la mañana del xx de xx, con una cuerda alrededor del cuello y atada a una de las vigas de su habitación. La policía investiga si fue un asesinato."
Lucero recordó a los tres del grupo ocho y los años que pasó cuidándolos, aún así, no lloró.
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