Mostrando entradas con la etiqueta cuento. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta cuento. Mostrar todas las entradas

domingo, 2 de febrero de 2014

Un globo demasiado ligero cargando mi cuerpo pesado

Érase un hombre, sentado en una banca, mirando el cielo pasar lento, sin fijarse especialmente en algo, solo mirando el cielo y sonriendo. Movía su cabeza de lado a lado; violentamente a momentos y luego calmaba el bamboleo en armonía perfecta con la música que sonaba en su cabeza. Pausaba en ciertos instantes para luego dejar a su cuello cambiar de lado. Abría la boca como si fuese a gritar, pero ahogaba todo sonido en unas palabras que solo se manifestaban en sus labios. Un blues tan perfecto no podía ser mancillado con su voz, así que se conformaba con recitar cada una de las estrofas mentalmente. Sacó un cigarrillo del bolsillo de la chaqueta y lo encendió tardiamente, distraido por un momento por el ritmo potente de la canción. Dos bocanadas y el humo flotó a su alrededor, tomando la forma de un hongo de extrema ligereza. Cerró los ojos por un instante y se sintió arrastrado por un balón ovalado que volaba por el cielo. Cadenas lo ataban, firmes, mientras la tierra y las rocas rompían su ropa. Aquella nave lo movió por horas, aunque tras un rato flotó un poco más hacia lo alto y lo llevo de manera suave en su recorrido; no sintió nada más que una leve brisa en el rostro y, cuando pasaban por esta, hierba alta rozándole las costillas. De las siete a las once todas las noches, trabajaba en un bar, repartiendo cervezas y sacando borrachos; Una buena forma de ganarse unos pesos, sin pensar demasiado y sin fastidiarse la existencia recibiendo regaños. Eso era todo lo que debía hacer, llevar y traer botellas, estar al lado cuando hubiese algún problema, y limpiar el vómito de vez en cuando. Ganaba bien para ser solo un estudiante que trabajaba cuatro horas, sin responsabilidades y sin gastos. Su único gasto era para mantener vivo su amor. La conoció después de graduarse, en medio de fiestas y alcohol, la vio varias veces de lejos pero no se atrevió a acercarse nunca, miedoso. Pero no fue necesaria la valentía de ir por ella, porque llegó sola, acompañada de unos amigos que le decían 'pásela chévere'. Desde ahí, nunca se separó de ella por mucho tiempo. Al principio solo se encontraron de vez en cuando, nunca solos, siempre había alguien ahí que los acompañaba para no dejar un silencio incómodo que se prolongara hasta que durmieran. Luego, pasados los meses, su relación fue cada vez más íntima reuniéndose en su casa para pasar noches en vela viendo alguna película hilarante y sin sentido. Desde esos tiempos, ya de años, no se habían separado nunca. Refregó sus ojos con el dorso de la mano y los abrió con somnolencia. En un paisaje nocturno lo había dejado el globo y sus cadenas; lejos de la banca en el parque donde estaba escuchando música, ahora no sabía donde estaba específicamente. No reconocía ninguna de las referencias que pudiesen haber alrededor y estaba demasiado oscuro -añadiendo la baja visión que tenía- para leer direcciones. "Meh", se sentó en el borde de un andén y sacó otro cigarro, colocándose los audífonos que se habían caido hace muchos minutos y que dejaban salir un leve "Todos tratan de decirme que no eres buena para mí" en un inglés lento y calmo. La misma canción se repitió hasta ese momento, y lo seguiría haciendo hasta el final. Sin nada más que hacer, se concentró en observar un árbol en la acera opuesta; Tan quieto y solitario como él mismo en esos momentos. Se volvió a dejar llevar por las sensaciones -un vientecito en la oreja, frío en los huesos, vacío en el estómago, soledad en el pecho. Se río y, mientras lo hacía, vio nuevamente el globo con forma ovalada acercarse, lanzar sus ataduras y arrastrarlo nuevamente, sin decirle qué rumbo tomaba ni por cuánto tiempo. Lo alzó por sobre los árboles, aquel dirigible, tan grande y sorprendente que no se podía saber cómo volaba tan gracilmente. Pero el amor cuando es tan apasionado y constante lleva a la costumbre de tenerlo siempre; por eso ocurren los deslices, la traición. Su relación tampoco sería la excepción, pues entraron otras en su vida, que se fueron tan rápido como llegaron pero que le dejaron las experiencias más extrañas e inolvidables... Aún así, para él era solo una, que nunca dejaría y que lo tenía prendado como un botón de camisa; a veces se caía, pero ella lo volvía a tomar con cariño y lo cosía nuevamente en su lugar. Aún así, con la compañía eterna de su amada, la sensación de tristeza lo acompañaba también desde hace un tiempo. Tal como la canción, le habían dicho que no le hacía bien, trató de dejarla, pero no podía. Al final, decidió evitar tantas quejas y se alejó de todos. Se fue de la ciudad y ahora vivía el día a día, sin sentir la necesidad de saber de nadie más. Zeppelin, el Zeppelin, lo llevaba amarrado tan fuerte que se sentía seguro. Era un prisionero que se sentía mejor así que si estuviera libre. En lo alto del edificio, sintió un viento más fuerte que el usual. Era un ventarrón que incluso le impedía escuchar música, trató de subirle el volumen, pero vio cómo caía su Mp3 con los audífonos siguiéndolo como la cola de un cometa musical. Zeppelin, el Zeppelin comenzó a desvanecerse y las cadenas desaparecieron tan rápido, instantáneas; y se sintió caer, porque el globo ya había pasado las nubes y se dirigía al espacio. Caía y caía.

jueves, 30 de enero de 2014

Ustedes no entienden

No lo entenderían. No es algo que se pueda siquiera comprender por ustedes los que no salieron de sus casas, los que se quedaron recostados en sofás mientras nosotros saliamos con un rifle al hombro y un casco en la cabeza; Aumentaron los impuestos y la comida se hizo escasa, pero eso no era nada comparado con nosotros que no tendriamos ya la necesidad del dinero porque moriríamos y nuestra única comida sería atún con galletas porque no había pa' más; ustedes no iban a perder nada porque no estaban arriesgando nada; todo lo que hicieron fue seguir con sus vidas normales mientras gritaban muy duro para que los demás los escucharan ‹mis hijos son los héroes de la patria›; bonita forma de sentirse mejor que los demás con un orgullo pendejo y sin saber de verdad si seríamos útiles en una guerra que ya estaba decidida desde antes que comenzara; lo chistoso de todo es saber que les siguió tocando pagar cada vez más mientras que a nosotros eso de los impuestos nos lo perdonan por ser veteranos de guerra; pero a ustedes qué les va a importar, si lo que perdieron, y están perdiendo, es solo dinero que van a recuperar tarde o temprano y que no les va a servir para nada porque las cosas se van a poner escasas, porque ya no habrá nada más de lo necesario para que gasten; já, eso es por lo que lucharon los héroes de la patria; ustedes no saben por lo que los héroes pasaron y aún hoy pasan, porque la guerra no es solo de los días que dure y se acabó, todos felices para su casa a comer más atún con galletas porque el resto de la comida sabe tan diferente que dan arcadas, la guerra sigue viva en todos los que estuvieron frente al enemigo con cara de pánico, azules, esperando recibir un balazo sin poder hacer nada para evitarlo; ustedes creen que se acaba pero para nosotros sigue volando como un fantasma o una voz en la cabeza que nos hace recordar en cualquier momento que los enemigos no son solo de otro país sino que están dentro de este, pero que, a diferencia de los extranjeros, no podemos darles con la culata y luego de un tiro dejarlos en tierra, porque los que están adentro son los mismos que nos mandaron contra extranjeros solo para mantenernos ocupados a nosotros y a nuestros padres mientras ellos hacían realidad sus planes de malvado de película; con la guerra en la cabeza nos hacen volver a casa, donde nos espera comida caliente y una cama cómoda, el amor de mamá y papá y hasta de la familia que pudimos haber abandonado, pero ya estamos acostumbrados a despertarnos con la mínima cosa, a desconfiar de todos porque no se sabe quién le puede robar lo que le mandan cada mes al batallón, acostumbrados a levantarse temprano a prepararse, hacer ejercicio y luego a practicar con el fusil, y ahora que ya no hay motivo para eso, levantarse temprano, hacer ejercicio y mirar el cielo sin nada más que hacer, porque hasta nos hicieron perder las ganas de hacer algo más; nos pagan, ahora que se acabó la guerra, por no hacer nada, ‹Pues la buena vida› dicen los que se quedaron y creyeron que fuera de combate harían más por la situación que allá, cuando al final de cuentas lo único que hicieron fue protestar desde la comodidad de sus casas; pero no les puedo reprochar, los envidio, porque fueron afortunados y no están ahora como yo, con una cobija alrededor todo el tiempo, todo el tiempo que está ese temblor de represión de las emociones, todo el tiempo con la sensación que alguien habla en la cabeza y le dice qué hacer, como las órdenes de un superior que no se callan hasta que las obedezca; pero lo que me gritan es algo que no puedo hacer fuera de la guerra, y eso nos lo dejaron claro cuando nos devolvían a casa, tendríamos que esperar otra guerra para que pudiésemos matar, correr, gritar, dejar salir toda esa frustración que tendríamos, porque ya sabían que pasaría, pero que mientras fuéramos civiles nos tendríamos que controlar, tendríamos que actuar normalmente, tendriamos que saber que no podíamos dejar que nos controlara; es cosa de locos, pero unos locos que tienen que aparentar que no están locos, y si se vuelven locos a la vista de los demás, desaparecen de la cotidianeidad, porque se volvió defectuoso y ya no sirve para el futuro; todo eso porque nos enseñaban que el enemigo era uno solo y debiamos concentrarnos en cómo matarlo, nos enseñaban amor a la patria, nos enseñaban el futuro que no veriamos pero nuestros hijos y nietos sí, nos enseñaban todas las razones por las que la guerra estaba en vigor, nos enseñaban a odiar, a odiar con todas nuestras fuerzas, y, ahora que se acabó todo, nos dejan con el odio dentro, cultivándolo como una bomba mental que solo tiene una vía de escape, estar en el mismo sitio donde fue implantada; por eso, cuando acabó esa guerra, esa guerra de dos días, ‹Quedarán como soldados de reserva para un próximo conflicto› dijeron eso, claro, dentro de unos meses veremos cómo se anuncia un nuevo conflicto y todos estaremos allá, primeros en la fila para presentarnos, como un ejército siempre con nuevos reclutas pero con veteranos cargados de furia y odio; ustedes, que se quedaron en casa, no sabrán nunca las ganas de ver sangre y matar que tenemos nosotros, ustedes no entienden que nuestro logro no fue estar en esa mierda de guerra sino estar acá, entre la gente normal, con las ganas de quebrarles el cuello, patear sus cadáveres y bailar, gritando, mientras me baño las manos y la cara en esta sangre tan brillante, tan hermosa, perfumada, deliciosa, esta sangre tan ansiada.

jueves, 12 de diciembre de 2013

Los guaches no sobreviven

En cada ciudad, incluso en esta sin nombre, perdida en medio de las montañas, la paz y la armonía eran mantenidas por el héroe local; un ser, humano o no, con habilidades que nadie más tiene en el lugar y que lo hace único e irrepetible entre sus paisanos. Esta ciudad, envuelta entre nubes grises, bañada por una intermintente lluvia, mezclada con el polvo, la tierra y el mugre del ambiente, sufría todo el tiempo, desde su fundación, el problema de tener todo el tiempo la ropa sucia. El héroe de la ciudad, un tipo alto, musculoso, con un traje verdoso, ceñido al cuerpo, pero siempre sucio, tenía el poder de ser insensible al dolor y, además, poseía una fuerza capaz de levantar una casa hecha de ladrillos sin respirar y sin sudar. Allí, en esa ciudad sucia y húmeda, nació el héroe destinado por las estrellas a la gloria, la fama, la admiración, la buena vida, a luchar contra el enemigo mayor, morir, renacer por la fuerza de su voluntad, vencer y acabar en un beso apasionado con la mujer bella y perfecta de la ciudad. Créditos finales y una música de orquesta. Trabajaba de siete a cinco, de lunes a jueves, dejando las mercancias que llegaban semanalmente a la ciudad para ser vendidas en el mercado. Los viernes y sábados, araba los campos de papas y zanahorias, propiedad de su padrino político, a las afueras de la ciudad. Los domingos, paseaba solo por la calle, mirando con anhelo las finas tortas y helados que vendían en la calle central. Llegaba a su pieza por la tarde, pasado el almuerzo, se quitaba el traje y se acostaba en el colchón mientras el sonido de las lavadoras del edificio ronroneaban hasta hacerlo dormir. Sus veintisiete años, la mitad de ellos los había pasado formándose como un héroe justo y valiente, habían llegado lentos y mortificantes; veintisiete años sufriendo diariamente con el enemigo eterno, atacante de todo lo puro y representación más tangible de la maldad: el mugre. Quién se iba a imaginar que en la única, o quizá no, ciudad a la que no llegaban los dinosaurios gigantes mutantes, los robots alienígenas, los científicos locos o los homicidas despiadados, quién diría, quién diría, que nacería un héroe con el poder para detenerlos pero sin la necesidad de ello. Desde una perspectiva así, él ya había perdido la batalla decisiva de su historia. El tren sonó con su típico pitido, y de él bajaron miles de cientos de personas, buscando unas sus maletas, otras buscando a quien las recogería, otras yendo decidídas a la salida para luego tomar un taxi. Luego de un rato, ya la estación vacía solo contenía dentro a un grupo de gente disperso y distante; uno de ellos, traje roto y desecho, sonrisa en el rostro, cabello hacia atrás, bigote largo y delgado...avanzó, midiendo cada uno de sus pasos, y, antes de salir hacia la lluvia de la calle, con un aplauso y un meneo de la cabeza, sacó el mugre, secó y planchó la ropa, todavía puesta, del guarda de la estación. Todos se congregaron alrededor de aquel puesto, de letrero grande y vistoso que colocó el extraño bigotudo: ‹La maravilla del sabio de Macedonia, el último de los judíos de Amsterdam, el más fabuloso de los nasciancenos: Martín Guaché›. Con un espectáculo digno de un circo, Martín bailaba aplaudiendo y meneando la cabeza frente a jovencitas de bellos pechos, ancianos con trajes elegantes y oficiales de la ley, aunque a veces incluía a uno que otro individuo de la prole. Cada vez que aplaudía y zarandeaba su cabeza, la suciedad, el agua y las arrugas desaparecían de la ropa de la gente. Por fin, después de mucho tiempo, dinero gastados en buscar la forma de mantenerse presentables a cada instante, los habitantes de aquella ciudad lloraban al ver en tal estado de pulcritud a los que le daban una moneda de mil, o un billete de dos mil dependiendo del tiempo que quisieran que durara el efecto, al extraño danzarín de la limpieza. Había llegado el héroe que esta ciudad tanto, tanto, había necesitado. Pasaron los días, las semanas y los meses, y lo que antes fue un evento callejero, ahora era un pequeño local, donde por un pago semanal (o diario si solo eso se podía) podían mantener sus ropas limpias y ordenadas mientras andaban por el clima pesado de la ciudad. Poco a poco, lo que antes fue algo que sufrían todos por igual y que los hacía iguales ante los ojos del ambiente, ahora era algo que solo debían soportar los que no pudieran, o no quisieran, porque siempre hay un viejo desadaptado al que no le gusta el cambio, pagar el 'impuesto a la limpieza', como ya habían apodado al pago por los servicios de Martín Guaché. Antes, estar sucios y desarreglados, por más que las madres se esforzaran por limpiar a sus hijos, era lo normal, casi que una regla inquebrantable. Ahora, una oleada de discriminación social invadió la mente de los ciudadanos y aquel que no estuviera limpio era considerado como lo más bajo de la sociedad moderna, civilizada, culta, intelectual y, por sobre todo, higiénica y pulcra. Llegó a tal punto todo eso que se comenzó a impedir la entrada a ciertos lugares cuando el estado de la ropa no era el mejor y el más limpio. Eran felices, eso se debe decir, los que tenían dinero para pagarle a Martín Guaché. Pero el descontento iba creciendo, y ahora el único problema de los pobres no era lidiar con el mugre, sino lidiar con los que los rechazaban por andar sucios, porque les pagaran menos que a los limpios, porque no tenían dinero para estar limpios, porque ya no les vendían alimentos a los sucios y un juego a nivel de ciudad entre limpios y sucios. Entre toda esta situación, que llegó de imprevisto y para la que nadie estaría preparado, no había quién hiciera algo para remediar esto, pues los que podían hacerlo eran lo que estaban limpios y ellos no se iban a preocupar por lo que le pasara a alguien sucio y mugriento. Nadie. Nadie. Nadie. -Yo sí. Ah, verdad, perdónenme ustedes, olvidaba que había un alguien, vestido en un traje verde y sucio, que podía remediar tal situación. Se había preparado toda la vida para ese momento. Por fin, llegaba un enemigo al que combatir, que era tangible, que era capaz de derrotar, que existía, que no era mugre. El héroe, el primero, levantó la cabeza de su colchón y se levantó, con una expresión decidida, lo había soñado como en una revelación divina, esta era su oportunidad de ganarse lo que merecía. Se colocó su traje, se calzó unas botas y salió atravezando la pared de su cuarto que daba hacia la calle. Caminó con pasos firmes, intrépido, mientras la gente lo miraba, extrados. Después de unos cuantos minutos, quizá una hora, llegó al edificio enorme que había construido al tiempo de llegar, Martín Guaché. Entró, a la fuerza, pues para entrar a ese edificio se debía estar limpio, aunque allí fuese donde se debía ir a pagar el impuesto a la limpieza. Pasó sobre un par de guardas de seguridad, que dispararon al cuerpo del gigante sin hacerle, al parecer, nada. Subió los veinte pisos, dejando en cada uno de ellos un rastro de destrucción incomparable, hasta llegar al último de ellos. -Límpieme esta, Guache. -¡¡Ayuda!! Los restos y la sangre estaban esparcidos por las paredes y la alfombra, la silla giratoria de cuero donde minutos antes había estado sentado el Señor Martín Guaché ahora era una pila de basura sin forma. Nuestro héroe de verde había destruido el gran ventanal que tenía la oficina del otro y gritaba a pleno pulmón su proclama de libertad y el acto que acababa de efectuar, había librado a la ciudad del peor mal que la había azotado. Sirenas. -¡Jonatan Sanchez, quédese donde está. Está arrestado por el asesinato de Martín Guaché! Un grupo de policías le apuntaban con sus armas mientras él los miraba entre aterrado y confuso. Decidió colaborar con la justicia e ir sin colocar problemas. Igual, todo debía ser un malentendido. Desde la cárcel, Jonatan miraba el desfile televisado en honor a Martín Guaché, héroe de la ciudad. La ciudad había mandado construir una estatua en bronce para la plaza principal. La comunidad católica lo beatifico y uno de los días del mes de mayo estaría bajo su cuidado desde el cielo. Se le colocaron todos los títulos y condecoraciones que pudieron inventar y, para colmar todo, doscientoveinte niños, y algunas niñas también, fueron registrados y bautizados bajo el nombre de Martín Guaché.