viernes, 2 de agosto de 2013

Oro para los pobres (ancianos)

- ¡Dios mío, Por qué rompen el piso! -Vamos a encontrar oro, mija. Aquel que tenía una pica era uno de los ancianos del centro de reposo "La Colina", acompañado de dos de sus amistades. La muchacha que estaba mirándolos con cara aterrada era la cuidadora del grupo ocho, Lucero; una joven amable con los viejitos y bastante querida por ellos, ya había estado con el grupo unos cuantos años y la trataban como una nieta un poco inquieta que les daba medicina, comida y entretenimiento. 'La Colina' -centro asistencial para adultos de la tercera edad-, era uno de esos lugares donde ancianos con una cantidad de dinero decente pero sin mucho que hacer eran internados por sus familias, cansados de tenerlos rondando como muertos vivientes (o próximos muertos) en sus casas. En La Colina, les suministraban la atención necesaria para que subsistieran cómodamente, dependiendo de la suma pagada por los hijos, nietos, sobrinos o esposas, donde les daban tres veces por día alimento principal y dos veces por día algún refrigerio. Tampoco faltaban los juegos de mesa, la televisión con cable, bebidas sin alcohol, la medicina que cada quien necesitara y uno que otro capricho que pidieran los ancianos, en la medida de lo posible. Aún con todo eso, la vida a esa edad pocas veces puede llenarse completamente por lo que usualmente repetían sus acciones con una rutinaria disciplina. Menos el grupo que ahora se disponía a romper el suelo del salón principal con el propósito de encontrar un tesoro indígena o pirata o militar o del dueño fundador de La Colina, muerto hace ya sesenta años. Lucero, o Lucy para algunos, en su propia incapacidad frente a tal situación, dudaba entre llamar al gerente o detener al trío sonriente que rompía unas baldosas bastante finas y que databan del siglo pasado. Otro grupo de ancianos, acostumbrados ya a las bobadas que hacían frecuentemente esos tres, colocó sillas plegables cerca para oir bien el regaño que les darían cuando semejante cosa fuera reportada. De todas maneras, no había mucho que el gerente pudiera hacer más que regañarlos, mandar un recibo a los respectivos responsables y olvidarse de eso. El grupo ocho, aparte de tener a esos tres viejecitos, tenía a otros tres dentro de su círculo, pero ellos estaban fuera del centro por motivos varios. El trío faltante a veces participaba de las aventuras de los cazatesoros, algunas veces no. Lucero, ya dicho antes, cuidaba de este grupo desde su entrada a La Colina, con los grupos ya conformados desde antes. Costábale un poco adaptarse e incluso no tuvo permitida la entrada a las habitaciones hasta pasados unos meses, tras el trabajo arduo de la joven. En los años que venían corriendo, había sido testigo de acciones más extrañas por parte de ese grupo, desde la intención de formar una logia intelectual hasta el tomar el centro como fortaleza para combatir a los turcos que venían de oriente; en algunas ocasiones fue incluida en el imaginario protagonista de los ancianos y resultaba sosteniendo un periódico enrollado finamente a manera de lanza, destruyendo troles y goblins, ante la mirada sorprendida de los otros ancianos, la mirada acusativa de su jefe y la mirada desaprovante de sus colegas. Lo cierto, antes que cualquier juzgamiento, es que ella la pasaba bien con aquel grupo de ancianos seniles desde cierta mirada, pero vivos y jóvenes desde la de ella. Absorta en el piqueteo continuo seguido por otro desde diferente ángulo, se quedó pensativa en la razón de aquellos viejitos para hacer tales cosas. Si no era por aburrimiento, lo cual no sería extraño, ¿habría alguna razón más para tal actividad? Dudó en preguntar, quedándose con la palabra en la boca cuando se decidió a hacerlo, pues el grupo se dispersó rápidamente cuando vieron acercarse al gerente. -¡Oiga Lucero, no ve lo que hace el grupo a su cuidado o qué! -S-sí señor, ya mismo se lo iba a reportar. -Ya mismo ni que nada. Usted siempre los deja hacer lo que quiera y hasta les sigue el jueguito. ¡Dele vergüenza! Y sí, vergüenza le daba, con la cabeza agachada mirando al suelo roto, pensaba en cómo un grupo de ancianos la pasaba mejor que ella. "Supongo que se lo ganaron después de trabajar toda la vida". El regaño seguía, cada vez más reprochante y lo único que la cuidadora podía hacer era asentir y decir "Perdón" y "Discúlpeme" reiteradamente. Llegó el momento en que la presión subió lo suficiente para que una lágrima saliera del ojo izquierda de Lucero. Alzó la cabeza involuntariamente con los ojos hacia el cielo y se escurrió la lagrimita, a lo que el gerente respondió como una súplica inconciente para que se detuviera. Así lo hizo y se fue a su oficina, a llenar más papeleo. Los tres ancianos miraban desde la ventana de uno de los pisos superiores, habiendo captado cada palabra pronunciada por el gerente del lugar. Un apretujón en las entrañas pasó al tiempo en los tres cuando Lucero abrió los ojos, aguados, y los observó languidamente para luego sonreirles y decir "No se preocupen" quedamente. Ellos no escucharon físicamente las palabras, solo vieron los labios rosados moverse, pero escucharon la voz tan claramente como si hubiera sido un susurro en sus oidos. El grupo de las sillas se contenía para no reirse en voz alta. Lucero les llevó la comida, pero esta vez no se quedó con ellos a charlar como hacía usualmente, debía presentarse en la oficina gerencial. Esa cena fue bastante silenciosa, aun cuando los planes para seguir picando no habían caido de las mentes de los viejos. -Pero... -Pero nada, Lucecita va a entender. Por la noche, hasta que fue la hora usual en que se acostaban, el piqueteo del patio no dejó que las noticias en los televisores cercanos sonaran como era deseado. Por la mañana, por la tarde, duró bastante tiempo el piqueteo constante, causando muchas molestias en los demás ancianos; el area en el que picaban los del grupo ocho no era precisamente central ni muy importante, pero era bastante usual que alguna actividad se hiciera cerca, por lo que todos los ancianos estaban cerca del lugar en algún momento del día. Eso sumado a la rutina, practicamente les impedía realizar cualquier cosa con tranquilidad. Las quejas se hicieron venir y esa noche Lucero tampoco cenó con ellos. La propuesta de expulsar a los ancianos fue pasada multiples veces, pero eso era una situación que el dinero con el que contaban los tres, administrado por sus familias pero al fin de cuentas de ellos, era un impedimento para que fuera aceptada la solicitud. La siguiente noche tampoco vino Lucero, ni siquiera para el almuerzo. Cuando los otros tres del grupo ocho, los que estaban de vacaciones, regresaron, no encontraron a Lucero por ningún lado. Preguntaron a los tres ancianos mineros, pero no recibieron respuesta. Lucero miraba el periódico, la sección de clasificados laborales últimamente era su favorita. Por más que quería culpar al trío de viejecitos, no podía. No quería pensar en eso. Llevaba ya dos meses sin trabajo, subsistiendo con los ahorros que tenía para la casita que quería y del dinero que le dieron al despedirla. Aún así, comiendo dos veces al día y gastando dinero solo en el periódico y en cigarrillos, el dinero se agotaba más rápido de lo que creyó. Debió mudarse a un apartamento un poco más económico e incluso eso supuso un nuevo gasto. El siguiente mes amortiguó los gastos vendiendo algunos muebles y una que otra joya. Encontrar trabajo para alguien que en su adultez solo había trabajado cuidando ancianos no era fácil. No recibía visitas pues no conocía a muchas personas y cuando lo hacía, ya había dado la dirección de su nueva residencia, era bastante extraño. Cuando timbraron fue a la entrada, desganada, y miró por la pequeña ventanita del portón. Un repartidor de correo frente a lo que parecía ser el camión de envíos. -Sí, buenas. -¿La señorita Lucero Midira? -Sí, con ella. -Firme acá, por favor. ¡Fercho, baje el paquete! Muchas gracias. El repartidor bajó la enorme caja con bastante esfuerzo y, aunque Lucero les ofreció jugo, se fueron. Sin poder mover la caja lejos de la entrada, fue a su habitación por un bisturí y destapó la caja envuelta en mucha cinta café. Dentro, otra caja pero de madera gruesa. Terminó de romper la caja de cartón y en la puertica del cajón de madera había una nota escrita con tinta azul, a la antigua. "Todo esto es suyo, mijita, perdónenos por hacerla hechar". Treinta kilos en monedas de oro y muchos billetes actuales. La noticia central de ese día era la caida en los precios del carbón en cierta zona de la costa, la siguiente página acababa con la información y abajo, en la esquina izquierda, como una pequeña columna que no ocupaba mucho espacio: "Tres ancianos se suicidan en el centro de reposo La Colina. Sus cuerpos fueron encontrados la mañana del xx de xx, con una cuerda alrededor del cuello y atada a una de las vigas de su habitación. La policía investiga si fue un asesinato." Lucero recordó a los tres del grupo ocho y los años que pasó cuidándolos, aún así, no lloró.

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