domingo, 8 de diciembre de 2013

Segor

Das...das...das...Camina. Das...das...das...Camina. El polvo tiembla ante cada paso, lento, lento. Camina. Un camino largo y un calor exagerado, un calor de un sol cubierto por nubes densas que no permiten el paso de la luz. Camina. Ruge a lo lejos la máquina potente, a la espera, siempre a la espera, del motivo de su nacimiento. No camina. Camina. La tenue capa de aire oscura inhibe la visibilidad, dejando a tientas a quien anda por sus terrenos. Camina. No se oye más que el constante burrún burrún, hostigado por la antigüedad, la condición más normal en la nueva era, y la única posible; se escucha, además, el insesante viento recogedor de tierra. Vuela. La sombra que está debajo se mueve irregular mientras avanza hacia el lugar ordenado. Jadea. Tres meses que son segundos frente a los que siguen. Arriba. Su~, agarra su sombrero y cubre su cara con la capa, la tierra vuela, peligro. Gira. El camino va de horizonte a horizonte, siempre recto, siempre igual. Camina. La máquina quieta, en su lugar, pero siempre constante, temblando hasta su muerte. Tiembla. La noche solo se conoce por su temperatura, la luz sigue igual, el viento sigue igual, todos siguen igual. Camina. Mira. Quieto. Las nubes se abren, el viento cesa. Camina. Camina. Camina camina camina camina camina camina camina camina camina. Un zumbido se escucha, fuerte, penetrante, tenebroso. Camina. Nada peor. Devolverse o continuar, ambas igual de calamitosas. Gira. El camino es largo, pero se acerca a casa. Avanza. Acomoda su equipaje bajo el cuero que lo cubre y lo afirma contra su cuerpo. Camina. No hay precio para lo que carga, su única utilidad es mantener lo que siempre ha sido igual, se rige absoluto por un orden preciso en las acciones, no se atreven a cambiar. Camina. El zumbido vuelve, no hay mucho por hacer; está en medio de la nada, está en medio del continuo movimiento estático que es la realidad. Se deteniene. Extraño es ver caminar por el campo la voluntad del vivo; ya no hay nada que respire. Avanza. El zumbido se hace más fuerte y se combina con la constante vibración de la máquina lejana; lejana, olvidada, inmortal. Camina. El viento vuelve a revolotear, llevándose todo lo que no tiene firmeza y es volátil. Suspira. Detenerse no es más una opción, es resignarse, es tener la decisión de no seguir. Camina. Lejos, lejos, lejos, poco a poco se ve una silueta deformada por el tiempo, silueta inmóvil que declara que allí está, que siempre estará; su lugar, su historia. Jadea. El agujero en el cielo no deja a la luz encontrar un camino, está bloqueado por el cúmulo de motivos del mundo. Agarra. Sus manos están temblorosas, en un irregular movimiento contra su propia razón, no hay forma de controlarlas, móviles y salvajes. Cae. Ahora, sus piernas, el impulso de un futuro previsto. Tiembla. Su cuerpo no responde; los sentidos, lo único que funciona. Levantarse. Esfuerzo es lo único que se puede tener en lo hostil del campo abierto. Jadea. Ruido feroz viene desde el cielo, ya todo está explicado, no es sobrenatural, es solo el destino. Se detiene. Apoyado con sus manos, alza la mirada y recorre los grumos celestes en busca de un apoyo. Recostado. Poco a poco se van viendo las profecías modernas y solo resta pensar el final y preguntarse sobre lo siguiente. Mira. Gira su cuerpo, con el pecho hacia las alturas y toma con fuerza su paquete. Abraza. No iba a suceder nada; el cambio no venía con él, el cambio venía desde algo más fuerte, más poderoso, más grande, más siniestro; el cambio viene del cielo. Jadea. Abre su contenido y las hojas pardas llenas de garabatos para el ignorante mensajero comienzan a moverse al ritmo de un viento que le grita qué hacer. Levantarse, caminar, huir. Tiene en cuenta su vida, no hay más allá que su ciudad, silenciosa y eterna. Parpadea. Por una acción todo se acaba; se siente culpable por no ver todo con resignación y por desentenderse de la realidad. Llora. Abre los ojos y mira cómo la luz se ha vuelto más fuerte, más potente, al igual que la enorme estrella que la produce. Se levanta. La perdición está a la vista de todos sus compatriotas; nadie lo recriminará pues nadie sabrá de él ni de su final. Camina. Su camino ya no es el mismo, las montañas se ven adelante y poco a poco la luz vuelve a su habitual espectro. Corre. Su cuerpo vuelve a funcionar en plenitud y no hay qué lo detenga; quiere girar y ver la culminación de un pueblo, su máximo logro. Huye. El polvo viene por su espalda llevado por la furiosa corriente de aire que produce un objeto al caer contra el suelo. Escucha. El sonido no tardó, ensordeciendolo, dejándolo en un silencio diferente, una saturación de sí mismo. Gira. Fuego, rocas y polvo. Avanza. Adelante dirán lo sucedido, pero no estará para escucharlo, su final está en medio de ese campo de tierra eterna. Avanza. Las montañas se mantienen quietas, inmóviles, para siempre en el mismo lugar, pero que a cada paso se alejan a mayor distancia. Gira. Al final, su lugar no estaba muy lejos. Duda. Ya no hay nada, fue la decisión correcta, morir como cobarde nadie podría decírselo, pues nadie se acordará de él. Cae. La máquina se escucha a lo lejos, impasible a lo que sucede a su alrededor. Pestañea. Cierra sus ojos y se dedica a escuchar el sonido sinfín que extendió la hora de su muerte. Esculca. Deja volar los papeles de su bolsa y los oye volar en un aleteo inquieto; un fuego enorme se acerca y los carboniza en segundos. Duerme.

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