viernes, 12 de julio de 2013
Stellita, dónde estás...
Stella miraba las lucecitas coloreadas con tonos claros. Le gustaba mucho mucho verlas, en especial cuando flotaban cerca de ella y trataba de atraparlas con sus manitas, pero no podía. A Stella le fascinaba mucho, mucho, quedarse de noche cerca de su escuela y pasearse por los alrededores, donde las florecitas y las estrellitas jugaban con ella hasta que se cansaba y se dormía. Por las mañanas, cuando abría los ojos y miraba hacia el cielo, se encontraba en su cuarto, rodeada por muchas cobijitas suaves y esponjosas, de color rosado, azul, verde, amarillo...
A Stella le gustaban mucho mucho las cosas lindas y suaves y esponjosas y tiernas, por eso tenía un ratoncito de mirada tranquila y ojitos redondos. Ella lo consentía mucho y le daba de comer pequeños trocitos de comida, que el roía poquito a poquito y ella cantaba canciones con una voz hermosa y dulce como los alfajores que comía frecuentemente; le gustaban mucho mucho.
En su escuela, Stella, era querida por todos toditos los que la conocían, porque es muy buena niña y siempre tiene una sonrisa de oreja a oreja. Repartía todo su amor y amistad en cada uno de los seres que tenía alrededor, los señores profesores, sus queridos amigos, sus apreciados compañeros, los lindos animalitos y las señoras plantas; todos todos toditos recibían su cariño, todos por igual y sin que le faltara a nadie. Por eso, en su pueblo todos la conocían y cuando venía gritaban a coro, con voz musical: "Ahí viene Stella, ahí viene Stella" y salían a recibirla entre gritos.
A Stella esto no le molestaba, porque sentía que todos reconocían lo que hacía por ellos, por eso, nadie le decía nada por jugar en los campos de la escuela hasta tarde por la noche. Todos los trabajadores campesinos que pasaban por allí cuando el sol ya comenzaba a ocultarse y en sus casas les esperaba una taza de té y un trozo de pastel, la miraban con ojos ilusionados recordando la niñez y como Stella, Stellita, ahora era la niña de todos, era parte de todos.
Por eso, Stella jugaba y jugaba y seguía jugando hasta que caía rendida entre las miles de florecitas que la consentían con sus pétalos en la cara.
Aún así, había veces en las que Stella no se despertaba a la hora que debía y llegaba tarde a la escuela, donde el profesor la regañaba y todos reían por lo bajo, mientras que aún con la sonrisa de oreja a oreja se hacía la apenada y sus mejillas se ponían del color de las fresas. Y ella solo se disculpaba, se sentaba en su puesto y silbaba cancioncillas de tiempos pasados, cuando todo era mejor.
Así pasaba sus días en la escuela, jugando con todos sus amigos y gastándoles bromitas, con las que todos se reían y gritaban con coros de ángeles "¡Stella, Stella, tú siempre tan inquieta!".
Al salir de estudiar, cuando todos ya debían irse a sus casas a merendar y hacer sus tareas, Stella se quedaba sola en el pueblo, atrapando mariposas de colores brillantes que paseaban por allí y revoloteaban por la iglesia, por el parque enfrente de esta, por la casa del alcalde, por la calle principal (larga, larga, y bordeada a cada lado por casitas de colores festivos) hasta subir por la colina, donde estaba el cementerio (Stellita corría, miedosa, cuando pasaba), y luego la escuela, donde, bajando por el otro lado de la colina, quedaba la casa de Stella, muy grande y bonita, aunque muy antigua, una casita de tiempos pasados, donde todos eran aún más felices.
Así era este pueblo, muy tranquilo y pacífico, donde todos se conocían entre ellos y todos eran familia de todos. Por eso, a Stella lo que menos le gustaba era que alguien se fuera del pueblo, pues la ponía muy triste.
Entonces, cuando alguien se tenía que ir (y no avisaba a nadie), porque estaba enfermo o para visitar a su familia o un amigo de otro lejano pueblo, Stella, con lágrimas en los ojos, reunía a todo el pueblo a base de gritos, y todos salían y corrían tras ella, tratando de detenerla para que dejara ir a el que se iba, pero ella corría más rápido y alcanzaba a su padre, a su tío, a su hermano, a su abuela o a su prima y la abrazaba, llorando, preguntándole por qué se iba, que la llevara a ella también, que mejor no se fuera, para que todos siguieran siendo felices. Entonces, esa persona que no alcanzaba a dar un paso fuera del pueblo, miraba con ternura a Stellita y le acariciaba la cabeza, le mostraba una sonrisa y se devolvía a su hogar, entre los gritos de júbilo de todos, que celebraban comiendo juntos en la casa del que debía partir, pero no lo hizo.
Solo eso no le gustaba a Stella, eso y los extranjeros, por alguna razón, cada vez que llegaba uno lo miraba de lejos y lo seguía, escondiéndose cuando trataba de mirar hacia atrás. Nadie en el pueblo podía hablarle al extranjero, ni venderle la papa, el maíz, la carne que pudiera necesitar. Por eso las personas dejaron de visitar aquel pueblito donde vivía Stella, por eso y porque cuando a Stella le molestaba algo no lo dejaba descansar, entonces, Stella por las noches, en los campos de la escuela bailaba con las luces, enormes flamas que volaban de aquí para allá quemando lo que tocaban, y las cogía con sus manos, quemándose a sí misma y gritando con una voz infernal, despertando a todos en el pueblo e incluso en los pueblos vecinos, haciendo llorar a los niños y a los animales temblar. Así duraba toda la noche, hasta que amanecía en el mismo lugar, donde la maleza se marchitaba cuando pasaba y un putrefacto olor salía expelido por cada lugar. Entonces, ya siendo mañana, Stellita iba a su casa, vieja y destruida desde hace mucho, y alimentaba a su ratoncito, con la carne que había conseguido y su animal comía voraz, devorando cada trozo de esa carne desconocida que le daba su ama, mientras ella se reía y cantaba, cantaba con su voz, ronca y perturbante, y ya los niños no querían ir a la escuela, porque sabían que Stellita tenía ganas de jugar.
Y en la escuela, todos los niños (porque si alguno faltaba, Stella, como era tan buena, lo visitaría al final) se sentaban petrificados en sus sillas, apretando con fuerza sus pupitres y rezándole a un Dios, prohibido por la niña, que los salvara o por lo menos tuviera de ellos misericordia. Y Stella llegaba, nuevamente tarde, y se paraba frente al maestro esperando su regaño, y él la miraba con los ojos entrecerrados, tratando de alejar el tronco, porque las piernas ya no podía. Y Stella se acercaba lentamente, mirándolo con sus pupilas negras y vacías y posaba una mano sobre el maestro y ya todos sabían que deberían esperar que alguien más viniera a enseñar, porque la piel de su profesor se agrietaba y, él, se desmayaba y Stella reía por el profesor y sus ocurrencias.
A la hora del receso, ¡POR DIOS!, todos los niños corrían, como jugando a 'la lleva' y la que la llevaba era Stella, y los pequeños solo podían correr como corre alguien perseguido por el diablo y es que no era distinto, porque ellos lloraban y gritaban aterrados, maldiciendo el lugar donde nacieron, maldiciendo sus existencias. Y las madres lloraban, porque sabían que, depronto, sus hijos no volverían a comer con ellas. Mientras en el pueblo gritaban "Dios, Dios, se amable con nosotros".
Cuando la campana sonaba, todos caían rendidos en el suelo, porque Stella siempre era la primera en clase, pero otros recordaban que eran del curso de ella, y rogaban por alguien que los matara, porque era mejor ser matado por una persona y no por la niña aquella. Pero, como no había maestro, horas sin clase era lo que aquel curso tenía (que variaba todos los años y en el que Stella era la que decidía en cual estaría), y entonces Stella, Stellita, comenzaba con sus bromas usuales y tomaba a algún compañero de la cabeza y lo levantaba mientras reía, ya luego todos solo podían gritar a coro y con sus voces cansadas y destruidas: "Stella, Stella, tú siempre tan malvada...ya mátanos a todos"...
Y entonces, tras esa larga mañana, Stella salía de la escuela preparada para seguir con su juego, porque hoy nadie se iba a la casa a almorzar y a hacer las tareas, esas eran sus palabras y nadie, ningun ser, podía negarlas. Y entonces, todos corrían, tratando de esconderse, pero eran como las usuales mariposas, perseguidas por Stella hasta detrás de la colina, incluso hasta detrás de la montaña, donde eran comidas vivas, por la hambrienta Stella sin alma.
Y, hubo quien una vez trató de salir del pueblo, pero Stella, que era más rápida que nadie, lo perseguía hasta donde el fugado podía y lo tomaba de ambas manos, y de ambas piernas, hasta que solo el tronco movía. Así era Stella, pero ella lo cuidaba, con muchos caldos de carne, que quien sabía de donde venía.
Una vez, en una de esas tardes, la niña Azucena se metió a la iglesia, pensando que no la cogería y a la otra mañana ya estaba en su casa tomando aguapanela fría. Desde entonces, todo el pueblo se agrupaba en la iglesia, el único sitio que detestaba Stella, no siendo por Dios, sino por como olía, hasta que una vez se cansó la pequeña y cantó a grito herido "¡Entonces, casita quemada!", y todos corrieron despavoridos a buscar el fuego, porque sabían que Stella no era una que jodía, y los santos se quemaban y la cruz se quemaba y el atril se quemaba, y ahí estaba Stella, corriendo junto a todos mientras reía.
Ya nadie sabía qué hacer más que esperar. Por eso bloquearon el pueblo, porque aunque les asustaba, nadie quería morir. Vivir con Stella, aún así era vivir. Aunque aguantaran sus caprichos, su voz, sus gritos y todos esos monstruos con los que vivía. Todos pensaban, que algún día, Stella dejaría de ver las luces por la noche y ya, después de tantos años, tras tantas vidas perdidas, Stella, Stellita, por fin, en paz descansaría.
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