viernes, 21 de junio de 2013

Yuri...

En brazos...

Las polillas se refugian cuando hay lluvia.

Llovía con furia del otro lado del cristal. Un ruido constante y muy suave relajó mi mente y me hizo apoyar la cabeza contra el vidrio que tenía al lado. Mis ojos, por más fuerte que fuera la tranquilidad que sentía se quedaron mirando hacia afuera, perdiéndose en lo que ocurría: una escena típica de los meses de lluvia en Bogotá.
Esta era, el rio de gente con paraguas oscuros que iba hacia el mismo lado. Era demasiado enorme y pretendía desbordarse de la acera en cualquier momento sin que nadie pudiera hacer nada por evitarlo. Todo esto observaba mientras estaba sentado en esa cómoda silla.
Yo los notaba a todos ellos, pero ninguno de ellos denotaba mi actitud, nadie se molestaba en devolverme la mirada, vaga y aburrida. Más sin embargo eso no me molestaba, no hubiera querido que fuera de otra manera.
Traté de mirar hacia otra parte, desviar mi visión hacia algo un poco más fugaz, que se prestara para producir un gusto efímero y olvidable; pero me era imposible, no era como si no me pudiera mover, solo que todo estaba lleno de estas personas con paraguas oscuros que mantenía mi atención sobre ellos.

Cerré mis ojos y giré mi cabeza, esperando que la oscuridad me dejara pensar en otra cosa, pero seguía siendo imposible. El paso fluvial de la gente bajo la lluvia quedaba en mis párpados como las manchas aparecidas tras ver fijamente una luz. Entonces, abrí los ojos (la nariz apuntaba hacia el lado opuesto del cristal de mi lado) y quedé sorprendido de que también hubiese esa cantidad tan enorme de personas moviéndose hacia la misma dirección, con sus sombrillas color negro y gris. Pero, como algo que antes no había aparecido ante mí, vi la figura de una pequeña niña en los hombros de un hombre. Vestía una chaqueta impermeable de color amarillo, contrastando con el gabán negro de cuero que tenía el adulto.
Estaban, la niña y el tipo, permanentemente inmóviles, interrumpiendo el movimiento constante en el que se encontraban las demás personas en todo momento. Ellos seguían así, el adulto de pie, bajo la tempestuosa borrasca, la niña sobre él mirando hacia todos lados como esperando la llegada de algo.
Pensé que apartar la mirada de aquel par sería imposible por ser tan únicos en medio de lo demás, pero a diferencia de lo ocurrido con el imperturbable rio de personas con sombrillas en el cristal del lado de mi asiento, pude mover mi cabeza y comenzar a mirar hacia otros lados.

Alcé la mirada y vi varias lucecitas, bastante pequeñas, quizá del tamaño de una oreja, pegadas al techo. Eso también hizo que cayera en cuenta que me encontraba en un sitio cerrado. Seguí mirando hacia otros lados pero solo veía manchas de color vinotinto y blanco. Un cansancio enorme poseyó mi cuello, siendo que la única solución para aliviarlo fue recostar mi cabeza de nuevo contra el cristal. No quería ver el rio de gente con paraguas de nuevo, así que cerré los ojos, pero no pude.
Algo pasmaba mis sentidos y los volvía torpes en algunos momentos y agudos en otros. Mi vista se nublaba, escuchaba cada una de las gotas que caían tras el vidrio. Estaba sudando como si me moviera por lo que todo el olor a sal llegó a mi nariz y en mi lengua se concentraba el sin sabor de la saliva. Me sentía flotando, y mis músculos se movían casi por cuenta propia, por lo que terminé espantando polillas imaginarias que revoloteaban a mi alrededor.
Por eso, mi cuello comenzó a girar sin sentido, bamboleándose hasta quedar de frente al lado en el que se veía a la niña y al adulto. La vista se nublaba y luego dejaba de nublarse pero siempre tenía la figura de ambos, ahora notaba que me estaban mirando, en mi cabeza. La niña me sonreía con dientes en punta mientra me saludaba y el adulto se acercaba a mí atravezando las paredes y la coraza de metal que me cubría. Comencé a respirar rápidamente y el corazón me latía a gran velocidad. Traté de levantarme pero las piernas no me dejaron. Mis ojos estaban muy abiertos y se concentraban en la pareja, que seguía la una sobre el otro, acercándose lentamente. Escuché como reía la niña y el hombre decía, como en un murmullo, "pobre, pobre, pobre."

Frenó de repente y me estrellé contra el puesto de adelante, ya casi llegaba a mi parada. Me bajé y salí a la lluvia potente, mientras me resguardaba en un paradero. No me fijé, pero justo al lado, una niña de chaqueta amarilla, sonriendo y mirando a la nada, junto a su padre, de gaban negro de cuero.

miércoles, 19 de junio de 2013

I

La mano de Dios me ha guiado
aunque esto no dure para siempre
llegará el momento en el que
tenga que irse de mi lado.

En ese momento espero
que fuerzas ya tenga
en mis propias piernas
para seguir caminando.

La mano de Dios me abandona
a la interperie tormentosa
donde las bestias devoran
mi carne con sus garras.

Que siga protegiéndome
de esto nada es seguro
la mano de Dios no me cubre
¿Por qué estoy llorando?

Ah, claro, esto ya lo esperaba
lo pensé mientras miraba
al cielo
rodeado de nubes, luego de estrellas.

No rehusé la mano divina
porque sé que la necesitaba
solo se fue de repente
apartando la esperanza.

Confiar en dios no sería sensato
si tuviera un corazón más fuerte
pero como soy débil, soy ignorante,
a la mano de Dios, sigo aferrado.



jueves, 13 de junio de 2013

Los huesos

Por qué había un arrume de huesos en el centro de la plaza, era el tema de conversación en todos los almuerzos de los estudiantes durante esa semana. Cómo aparecieron, de dónde, de quién eran. Preguntas variadas que nadie respondía más allá de las bromas, de las historias sobre grupos armados de hace décadas y el esoterismo más cruento e imaginativo posible. Aún así, los huesos estuvieron allí y todos fueron testigos de ellos. Creo que eso pasó un jueves, después de semana santa, en el que en medio del suelo de ladrillos, aparecieron sin más, enterrados a medias, los huesos humanos de alguien. Y no eran huesos de mentira, eran huesos en todo lo posible de la palabra, bastante reales, blancos como el marfil (aún pasados los días, seguían igual de impecables) y colocados al azar por quien sabe quién.

Obviamente, las autoridades aparecieron sin la discreción necesaria y cercaron aquel pequeño trozo del lugar con cinta amarilla de peligro; por más que se le decía a todos que siguieran avanzando, la multitud impidió que se atravezara la plaza central de un lado a otro sin recibir un empujón. Todos querían ver, confirmar con certeza, que los huesos estaban ahí. Y lo consiguieron, ya no había nadie en el campus que no supiera por lo menos una de las historias alrededor de eso. Eso el primer día.

Al fin y al cabo, pasaron las semanas y aunque el tema aún era recurrente, ya no era novedoso, por lo que se dejó de lado poco a poco, quedando los huesos como un ícono más de la universidad; hasta que un grupo de trabajadores, contratados por la misma universidad, vino a retirar (con todo y suelo) la osamenta enterrada. Pero, lo que no veían venir, era que un grupo de intelectuales se reuniera rodeando los huesos e impidiera retirarlos de ahí. "Son los huesos del Ché, que se aparecieron ahí para inspirar la revolución estudiantil" pregonaban a gritos. Hubo quienes los apoyaron, hubo quien se burló de sus palabras hasta las lágrimas. Lo cierto es que, al final, los huesos desaparecieron como llegaron, llevándose la parte de cemento donde habían estado clavados. Ahora, solo queda un agujero.